—¡Hazme olvidar!, se dicen mutuamente los amantes en varios diálogos y momentos de intensa reflexión de vacío e impotencia en la que viven sumidos la prostituta y el escritor alcohólico. Ambos, supuestamente, impelidos a sus respectivas adicciones por motivos diferentes. Ella, despotricando de que sólo atraiga contactos humanos gracias a la belleza. Convencido, él, de lo contrario. De que esa es de las pocas verdades de la vida; la condición e ilusión que posibilita “vivir”.
Paradójicamente, como digo, es la lucidez del poeta la que le causa a la vez dolor y sanación. Dolor por sentir la desazón ajena y sin embargo sanación y calma al comprobar que no padece las zozobras existenciales de la mayoría de personas.
Escribir y recitar versos a las musas y tener contactos físicos o sexo con ellas es la vacuna temporal que lo alivia y evita que caiga en tentaciones suicidas. Le hace sacar fuerzas de sus flaquezas íntimas, mientras malvive en los bordes de la sociedad rechazando propuestas mercantiles laboralmente insípidas con mezquinos chantajes dinerarios.
El desasosegante film es de fallido doblaje y excesivo bukowskismo, en el sentido de insistir en la turbidez y el desencanto que producen las grandes ciudades y sistemas económicos actuales. El desarraigo que producen y extienden doquier se instalan. Los planos y escenas tienen algo impostado, forzado y sobreactuado, a fin de mostrar procazmente esos absurdos que llamamos desarrollo social, junto a la imposibilidad de huir de los instintos animales a menudo antisociales. La imposibilidad de eludir ese destino de locura de los humanos; y de sí mismos, en el caso del poeta y la protagonista.
Las escenas en la que el vate asegura que le daña el dolor de los demás, así como, el dolor que le causa la ausencia de belleza y la admiración energizante de su presencia recompensándole fugazmente de las mediocridades del mundo ordinario -simplistamente situadas en las esferas altas- son para mí de las principales virtudes del film.
Con esas brújulas y radar especial, el poeta sobrevuela la peste y amargores de la existencia moderna con el mínimo de serenidad requerido para subsistir. Lo que le distingue del resto de cascarones perdidos en océanos procelosos.