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CIERRE DE TEMPORADA. EL AMOR, Y ESCAPISMO A LA SORIANA.
Diosas y dioses han propiciado que el buen tiempo se mantuviera durante Enero del dos mil veintidós. Han actuado al contrario que durante los idus de Marzo. Siendo benefactores. Diríase que han querido dejar claro que agricultores, cazadores, nuestros canes y cuantos formamos parte del segundo oficio más viejo del mundo (junto con pastores, ganaderos, herreros y armeros) debemos seguir existiendo y multiplicándonos racionalmente. La labor callada de las asociaciones del sector y las movilizaciones están dando fruto. Mal que nos pesen los desplazamientos, de los que solemos estar más que hartos por el trajín de viajar a cazaderos distantes, hemos de persistir y acudir a las concentraciones, aunque sean en Madrid. Bien es verdad que, particularmente, preferiría que se realizasen en las capitales de las Comunidades Autónomas.
El caso es que 22 y 23 de Enero pudimos despedir la temporada cazando en medio de grandes heladas, por debajo de minus cinco que, por la calentura cinegética se nos antojan pequeños “friucos”, perfectamente salvables con camiseta en cuanto el astro benigno irrumpe en escena. Fuera mitones y braga de cuello. Adiós camisetas térmicas. ¡Viva el algodón transpirable!
Me costó decidir el lugar desde el que empezar el rastreo de las curtidas y estupendamente abrigadas gallináceas. Tras la quincena de jornadas persiguiéndolas obsesivamente, todos hemos podido comprobar que las hemos diezmado. No valen excusas. Lo cortés no quita lo valiente. Es la cruel ley de este oficio, sin otro beneficio que el de la satisfacción de cobrarlas a ley; esto es, a base de estrujarte sesos y energías hasta el último kilovatio para lograr llevarlas a la mesa y degustar el recio y exclusivo magro, sin parangón, de su carne rememorando los lances y entornos magníficos donde las abatiste.
La luz de Castilla no tiene igual en este continente (disculpen la obviedad). Consigue extenderse como una pátina de barniz inmaculado y transparente sobre las tierras pardas trabajadas con arte, los tomillares tristes y el aire gélido. Tampoco es posible encontrar en otros lares el intenso brillo pelirrojo de la arcilla labrada soriana. Quizás me traicionan los genes.
Unos cuantos extrasístoles sentidos al despertar, por pensar demasiado en los placeres que me aguardaban, hicieron que me tomara con tranquilidad el desayuno.
- ¡Relájate o te sobrevendrá la arritmia y no cazarás!, fue la obligación que me autoimpuse sin confiar mucho en lograrlo.
Pero resultó. ¡Cuesta creer el poder de la mente! Tanto cuando se empalaga negativa, como cuando positiviza. Ya he contado que la repostería de la provincia es excelente. Lo mismo que la leche y los huevos caseros alegrados con jamón serrano. Entre una cosa y otra, eran las diez cuando desembarqué en el sitio cavilado mientras entonaba el cuerpo.
Mis hijos, conocedores de los hábitos salvajes, a los que no se poner medida horaria, y preocupados de que pueda darme un yuyu en el campo, me han regalado un reloj virguero de entrenamiento. Tiene GPS y mide la frecuencia cardíaca, con alarma si superas determinadas pulsaciones que le indicas. Un arma de combate sofisticado que ayudará a controlarme. Las perdices no son codornices. Sus querencias abruptas son insobornables. Mi edad y el sentido común lo requieren.
Tenía el pálpito de que los grandes “mastines” devora-perdices que son el Guanche, Gustav, Natxo y Txuma, no habrían dado aún con el dormidero del apartado bando descubierto íntegro junto al cementerio. La pareja de cría lo ha elegido aposta. Es el típico sitio donde nadie pensaría en ir. Topé con él por casualidad llevado a rastras por la nariz de Mambo empeñado en guiarme hasta allí. Trece ejemplares de suculentas royas, hechas y derechas, gocé viéndolas levantarse con serena majestad mediada la temporada. Un rincón insólito como digo. Como inverosímil debe ser su careo, puesto que por más que pateé una circunferencia de 500 metros alrededor del aterrizaje no di con ellas la jornada anterior. La pareja líder es lista. No tengo ni idea de dónde se amonan o fugan a peón.
¡Ni rastro! Lo de siempre. O puede ser que me equivocará y los mastines las hayan localizado días atrás. Ni ellos ni sus canes son mancos. Al ser fin de temporada, me impongo como tarea, intentar contar las supervivientes después de la veda.
Decidí encaminarme a la antigua escombrera de Gómara, solar de otro bando inicial de quince o más patirrojas, al que he desgajado ya cuatro. Hube de tirar de memoria para rehacer las búsquedas. Además de buscar la liebre en el reguero, recordé aquél otro refrán:
“En Enero,
si cazar quieres perdiz,
habrás de tener muchos pies;
y llevar la vista alta, cuidando el viés”.
Revisé a conciencia algunas acequias y espesuras de tomillo, sin que saltará la rabona. También, el teso querencioso de las antenas móviles sobre la gasolinera; cerrada, por mor de estos tiempos de Españas vaciadas. Una hora larga estaría como de solaz, sin avistamientos de ninguna especie. Pero la precaución de poner, de cuando en cuando, los ojos en lontananza, díome la grata sorpresa de asistir a una prueba perfecta de escapismo perdicero adulto, trescientos metros allende por el costado. Media docena de galanas abandonaba el cuartel sin alterar ni una miaja el silencio espeso de la mañana, ausente por completo de ruido. Viento imperceptible. Apenas una línea de aire; si bien que siberiana.
Luego de llegarme hasta el probable punto de partida para verificar que no quedara ninguna adormilada, comprobar que una lo estaba y que comparecía a tiro, fue semejante a constatar que, pese a mis seis décadas tras ellas, continúan dejándome pasmado al arrancar. Repulló de través a menos de treinta metros. ¿Qué más podía desear si no que sucediera eso? Pues, créanme que a la mente idiota debieron parecerle sesenta. No la disparé. ¡Qué me aspen, si entiendo mi comportamiento!
Voló centenares de metros en trayectoria opuesta a las otras, así que comencé la persecución del conjunto, en medio de maquinaciones estratégicas al gusto de Delibes; para quien, como he contado, siempre han de cazarse siguiendo una intención, máxime yendo sólo. Opté por tratar de entrizarlas llevándolas al punto de su nacimiento, que cuenta con pequeños cerros en los que, luego, yo podría zigzaguear haciendo reiteradas asomadas.
Miré cada rincón expectante como si estuviera delante de escaparates de reyes, seguro de que alguno concursaría en Belenes, brindándome un machazo de exposición de cuatro meses bien amamantado. Ni por esas. En contra de lo habitual, Mambo no se ponía nunca “caliente”. Ni corzos pudimos ver. Tal, que volvimos al coche en pos de agua y viandas. Necesitaba desprenderme de la ropa sobrante y de parte de la cartuchería que no haría falta. Avanzada la mañana, no es cosa de cargar quince cartuchos. Quitas cuatro o cinco, y ahorras media libra de peso.
Eché un vistazo al cronograma de frecuencias de mi reloj “pastor”, y oscilaba entre 130 y 170 pulsaciones. Anaeróbico total. Esto es: ¡A tope!, pero dentro del rango permitido a mi edad. Tengo el máximo conveniente en 150. Quemando voltios y calorías a tutiplén. Andaba a razón de cuatro kilómetros por hora. Subiendo y bajando. Un desvarío a todas luces, pero…
Descansé los veinte minutos propios del taco de rigor, a base de queso y jamón proteínicos, naranja vitamínica, agua hidratante y Aquarius reponedor de minerales. Como ven, lo tenía todo calculado para afrontar con garantías la segunda parte del sábado que se estaba comportando provisoriamente mezquino en lo cinegético.
Las 13.30 para cuando can y venador abordamos con bríos recobrados los serrijones bajos del contorno, que son los escapes clásicos aquí. El spaniel persistía en los desbroces pese a la escasez de rastros. En una de ellos, se puso como loco a dar brincos alrededor mirando con fijeza las matas. Parecía que, de inmediato, descubriríamos una rubia encamada, pero nanay. Era perfume de perdices in love lo que lo alteraba. Lo supimos cinco minutos después al ver a la pareja alzarse síncronas cien metros arriba. Dudé de lo moral de truncar semejante idilio. Me dije que tenía cinco en la nevera y que no lo haría. Remordimientos de niño y de viejo a punto de ser abuelo. Sujeté al excitado Mambo y lo redirigí al serrijón contrario a la huida. Fue entonces cuando reparé en que son fechas ya de emparejamientos tempranos.
Dije al principio que los dioses valoran nuestra afición, y empiezo a pensar que nuestras maneras. Y también, que conforme narran los mitos griegos, pueden ser inmorales y bastante insensibles, consintiendo barbaridades que tendrían fácil evitar. A veinte metros del nuevo serrijón, mi atlético compañero alzó su prodigiosa trufa. Se electrizó y levantó levemente la pata derecha. Segundos después, recién encaramado al montículo, desplomé un gallo de quinientos gramos que minutos antes, como los cisnes, cantaba al amor. Se arrancó de los mismos pies. Cuando Mambo lo cobraba y yo festejaba el lance acariciándolo ya con la escopeta en el suelo, su chica alzaba el vuelo pocos metros más allá. ¡Créanme que lo sentí! Y sepan que, de poder, la hubiera desvestido del excitante plumífero colorado. ¡C´est la vie del cazador! Parecida a la de los turistas; condenados a destruir lo que amamos.
En la Iglesia de San Vicente de Bilbao, Antonio Trueba tiene un poema esculpido en piedra. A la la derecha, según entras. Reza:
“Dicen, que el cisne cuando muere canta;
y hoy, tanto de mortal mi dolor tiene,
que acaso es del cisne mi garganta.
Miré el campo y lo encontré desangelado. Desvestido entero, y necesitado de cuidados urgentes que lo revivan. Levanté los ojos al azul inmaculado del Moncayo y agradecí el don de contemplar tamaña pureza desnuda antes de resignarme a la cíclica travesía del desierto, dando tiempo a que las lluvias cortejen de nuevo las mieses y las realumbren de hojas y espigas, llamando con cantos granados a Africanas y Royalas a asentarse en estos cuarteles ásperos y acierzados del campo de Gómara. Seis avaros meses quedan para la cita, tormentas y sequias mediante. Confiemos en poder regresar a cosechar ejemplares el próximo quince de Agosto, festividad de las vírgenes.