Por las intrascendencias ociosas que provocan las canículas, sigo con películas de fabricación en serie condenadas a acumular polvo en las filmotecas. En este caso, una del Oeste con indios. De aquellas que llenaron mi infancia, donde por descontado, yo me identificaba con los pieles rojas.
Hasta el punto de que en los juegos y peleas de barrios y cuadrilla, siempre era -igual que ahora de mayor-, un renegado de la tribu; cabecilla de una pequeña partida disidente en la que llegábamos a diseminar trampas reales por los aledaños boscosos. De partir las piernas a cualquiera.
Éramos niños de 10-12 años, con algunos acercándose a los 14. Y cuanto más crecíamos, trastadas más peligrosas. Los arcos y flechas de avellano verde que armábamos a conciencia, podían matar perfectamente a una persona o dejarla bizca o coja de por vida, porque con la fuerza de la adolescencia y el asesoramiento de algunos mayores construíamos verdaderas herramientas de guerra. Además de las trampas caviladas y dispuestas en las sendas que digo.
No sé cómo no sucedió nada destinado a las portadas de los periódicos. En los pinares alrededor del barrio preparábamos agujeros de un brazo de profundidad en la que de haber caído cualquiera, vecinos o seteros incluidos, se hubieran partido tibia y peroné, ligamentos cruzados, rotula o fémur. O sea, una barrabasada demencial. Ciertamente la inconsciencia de la infancia en algunas personas se prolonga demasiado tiempo, lo que unido a los estímulos propiciados por las imágenes de celuloide en mentes fantasiosas como la que porto generaba peligros públicos andantes.
En mi caso, así fue; y creo que continúa siendo. Sigo viviendo un poco o bastante en mundos imaginarios propios de los sueños. Dentro, todavia, los arquetipos vendidos por multitud de relatos oídos, leídos o de películas vistas, como la que hoy traigo a colación. Estoy marcado a fuego por ellos y ellas.
Antes de entrar en harinas, mencionaré que convertíamos un caserón deshabitado defendido por un nogal, como es preceptivo, en el árbol de la horca, y amenazábamos a los “enemigos” que nos perseguían -casacas rojas o azules, e incluso indios de otras tribus, con colgarlos allí. Más de un chaval crédulo lloró largo y tendido viéndose atrapado y creyendo que lo colgaríamos, dada nuestra creíble interpretación. Otros fueron llevados de urgencia con brechas al dispensario médico eficientemente atendido por acogedoras monjas entregadas en cuerpo y alma a la nobilísima causa de sanar mancebos testoteronados en demasía.
Nosotros éramos devotos de otra religión: la sesión dominical a las tres de la tarde en el Cine Capitol, por seis pesetas. Películas en Cinemascope y Technicolor: “Winnetou” y su amigo Old Shatterhand, “Jerónimo”, “El Gran Combate” la huida épica de los Comanches. Inolvidables las escenas del éxodo y del jefe indio con Dolores del Río y la rubísima Carroll Baker en el esplendor. Las epopeyas de la persecución, razzias de venganza y exterminio de Apaches, Cheyennes, Sioux, Pies Negros, Navajos, Soshones, Crowns… La fantástica filmación de valor antropológico de sus rituales y costumbres de “Un hombre llamado Caballo”, etc …