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LUNAS NEGRAS

CUENTO DE LA LUNA NEGRA.

Tenía olvidada la cálida acogida que brindaban las teas del pasadizo de las rosas, franqueada la entrada a la casa de miel… Un misterio que no dieran luz ardiendo como ardían. La oscuridad del recinto impedía verlo, pero de las paredes debían colgar pequeños panales rezumando, incesantes, el fragante aceite del atardecer a modo de fuentes colgantes en los jardines de Babilonia.

Alcé la vista a las lucernarias gemelas que coronaban la estancia. Eran igualmente oscuras y, sin embargo, desprendían una intensa luminosidad semejante al destello de las luciérnagas deseosas de requebrajar con enamoradizas baladas la queratina prudente de las doncellas.

Un tapiz de fabricación portuguesa, brocado con marfiles del Congo de incomparable pureza, las precedía. El trenzado componía el escudo de armas de la casa real. Llamaba la atención que su parte superior estuviera confeccionado con cuerdas y no con hilos aviesos de seda. Al tacto, la composición recordaba los dibujos escarificados que practican en su cuerpo o cabellos varones y mujeres de las tribus africanas. Al descenderlo era cuando se producía la transustanciación del lienzo carnoso. Encontrabas el comienzo de un tejido desconocido que tenía la suavidad redonda de la mítica agua negra del Nilo. La tela se fundía con la pared perlada de finísima arcilla tuareg abriéndose a la visión de una llanura oceánica culminada por dos grandes volcanes creados con esponjas rodeados de dunas. Un paisaje marino especial e ignoto, cuya superficie continuaba con pieles atigradas.

Intrigado y excitado por la singularidad del paraje inexplorado, caminé buen rato adelante sobre el mar en calma. Hundía los pies con cuidado a fin de no despertarlo. La senda silvestre que tomé se llenó de concavidades sembradas de manglares. Según los circundaba, me pareció ver a impresa a un lado una enigmática inscripción formada por las sombras. Decía: “Eres quien soy”. Conducía a una estrecha sima abisal bordeada de un par de rugosas fumarolas horizontales que impedían deducir la profundidad y de las que la vista sólo acertaba a ver el barboteo incandescente de la lava asomando su llamada asesina. Sentía que, de poder penetrarla, llegaría al nacimiento del lago Victoria, y más allá, a las legendarias e infranqueables montañas azules terminales donde los ancianos cuentan que comienza el mundo.

Así sucedió… Una vez desprendido de las vestimentas sobrantes que el calor obligaba a abandonar, y pertrechado del imprescindible piolet desbroza sabanas africanas, abordé el asalto al basalto, luego de haber calmado la sed largo rato en el oasis con brocal que me salió al paso. Tanto, que podría quedarme allí dormido del placer húmedo de beber y masticar la bondad.

Reemprendí la marcha por el Teneré en busca del explorador extraviado la noche inaugural de la especie. Y creí desfallecer contrariado ante la desmesura que hallé opuesta a las proporciones áureas del canon espeleológico del que procedo y me estimula. Impactado por la presencia imponente de sendos riglos a ascender y descender sucesivamente, evoqué los versos que enarbolo de antídoto contra las dificultades que exceden a mis fuerzas y apetencias, en caso de que sean naturales: “las montañas más altas temen al hombre que camina despacio”

Animado por la pulida orfebrería de Damasco que exhibían, me propuse romper reglas y prejuicios, combatirme a mí mismo. Desbrozaría la belleza de aquella “terra inexpugnata” que prometía minas de nueva plata y prodigios de especias desconocidas. Puse las manos encima de la primera colina y me agradó la sensación de firmeza. Contuve la respiración cuanto pude por el tamaño de la empresa, y rogué a Dios que me permitiera hollar ambas cumbres y toparme con la octava, novena y décima maravillas perdidas desde tiempos inmemoriales anteriores a Livingstone o Ulises y disfrutar de la maga Circe allí residente. De templos, minas y salmos equiparables a los que el rey Salomón edificó, explotó y levantó con la Sulamita. Añadí la petición de poder regresar luego a la capilla sixtina por el mismo collado que atravesé y constituía el principal atractivo y destino del viaje. Apenas habían transcurrido segundos desde que dejé atrás la gruta acantilada profusamente adornada de un manto de orquídeas color fresa, y ya la echaba de menos.

La gracia me fue concedida. Un sol negro espejeó seductor anegando las retinas cuando mordí la arena fangosa de sus nalgas de luto negro. Con un golpe decidido abrí la vulva del monstruo implorante de luz y las cataratas de hidromiel vertidas de uno y otro lado, dieron en mezclarse fervorosamente.

La luna brilló llena sobre el piélago. Y las playas alrededor de la bahía fueron melosamente cantadas y agajasadas por las conchas de los crustáceos que la yunta y el festín de Neptuno y Selene habían reducido a ceniza. Tal que si trompetas en Jericó derribando mi anquilosada fortaleza interior. Me vi clavado en una cruz de ébano. Tenía su pie inserto en un zapato rojo de tacón alto con aguja roma y cenicienta. Conocía la letra, no la melodía. Me supo a Biblia.

Evoqué imágenes y textos añejos de Túnez.

El océano duerme festines de noche;

respira profundamente,

y deja deshechos sobre la playa, sus malos sueños;

piedras y conchas vacías; algas todavía vivas.

 

En la arena indigesta,

vulva de ceniza morada arroja el estómago revuelto;

la yunta de Selene con Neptuno.

 

Ecos de volcanes nocturnos lavados en lavas masculinas,

yacen quemados,

este atardecer de tambores callados.

 

A comer almendras bajan los pájaros;

negros y rutilantes.

envidioso, miro de soslayo mientras paso.

… Adivino ‘lo divino’.

 

Durante largo rato, humeó el mutuo agotamiento… Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios.