Y ahora, en justicia, debo fijarme en las manos diestras y siniestras de la directora de esta cinta. Es una mujer la que dirige con acierto y originalidad el film. Desconozco el grado en que intervino en el guion. No dispongo de tiempo para bucear en esas autorías, pero toda la película destila la diferencia psicológica del ser y estar en el mundo de mujeres y varones. En parte, cultural, pero también genética. La diferente manera de abordar las situaciones y problemas de los hechos sociales de la vida.
Conforme sostuve hasta el 2015, por el calado singular que ofrece el film, es obvio que está dirigido por una mujer: los diálogos son contundentes y buscan de modo realista la afirmación de la personalidad indomable de los protagonistas, realmente admirables. Y más común en las personas de lo que creemos.
Esa clase de pensamientos, decisiones y acciones expuestas por las secuencias las toman a diario las personas de carácter. Las de una pieza. Que haberlas haylas. Y añado que en la actualidad son, sobre todo, mujeres, por razones conocidas. No son fabulaciones de un guionista para quedar bien, como sucede a menudo en las películas hechas en serie. ¡No! Son verosímiles, que es lo que pedimos al cine de género dramático. Resultar creíble y que, añadidamente, no se vea la intención de producir llanto gratuito en el espectador.
Apenas he captado secuencias que lleven ese sesgo. El film expone con crudeza situaciones cotidianas que cualquiera puede vivir o sufrir. En concreto las referidas al deseo. El deseo que se despierta por encima de los inconvenientes o contra la voluntad de no sentirlos. La protagonista tiene afectos que por ratos, enfrentada a sus convicciones, preferiría no tener.
Los frenos introyectados por la educación religiosa y las costumbres en los que se apoya la propia personalidad saltan por los aires incapacitados para contener las emociones y sensaciones físicas que la sexualidad produce en determinados contactos con los demás por encima de los prejuicios y creencias. Esa es para mí la grandeza del hombre y la mujer en tanto que seres sexuados. Ese es el quid de la cuestión que está detrás de cualquier orden social, de cualquier conflicto personal y al que yo me rindo en esta ocasión, aplaudiendo la valentía con que se trata en el film. Producido nada menos que hace medio siglo. En 1978.
Es el “Me too” del 2015 adelantado, que en los años 80 era ya habitual verlo tratado en los personajes femeninos. Lógicamente, no hablamos de cine meramente comercial, sino de un cine de festivales y arte y ensayo. Eran así. Los ejemplos, si no infinitos, son abundantes. Enfoques cuidados en los que -al contrario que hoy día- el hombre no es denigrado ni considerado un animal salvaje. Retrataban que ambos géneros comparten deseos abruptos, episodios desenfrenados puntuales, malas palabras, arañazos, bofetadas, sin que, salvo excepciones, la sangre llegase al río ni las riñas a los tribunales de justicia. Recuerden las magníficas películas “El hombre tranquilo” o “La hija de Ryan”. Frente al patriarcado evidente y la fuerza bruta que existía y existirá, la mujer -por razones evolutivas- ha desarrollado y cuenta con armas inteligentes y eficaces para responder y contrarrestarlo. Las sociedades rurales preindustriales disponían de diversos mecanismos para resolverlos. Por lo general menos traumáticos de los actuales.
(El movimiento “Me too” comunistizado se empeña en negarlo para la Europa moderna, pintando hembras actuales mucho más debilitadas y oprimidas de lo que lo son y están)
Las leyes penales apenas intervenían. Funcionaban los sistemas resolutivos de las costumbres, manteniendo dentro de los cauces el agua contenida sin necesidad de policías, jueces, cárceles, abogados… Funcionaba la autorregulación social. Aquello cuasi espontaneo a lo que aspiramos muchos sociólogos. Como sucede con las joyas, en términos de sociedad preferimos, también, seguir el lema: “menos aparatosidad es más”.