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Estar de vacaciones en el frescor del norte hace que el cuerpo y la mente se predispongan a rescatar películas de la colección particular que dejaron buen sabor. Poesía en los infiernos. Es el caso de este retrato del único paraíso que queda al Oeste del Edén. El de las risas del animal humano allí superviviente cuando, sorprendido, descubre que el agua estancada de su fuente íntima, resguardada bajo los lodos de la estupidez y la barbarie, comunica con otras aguas vecinas del campamento militarizado, también limpias bajo las ropas oscuras y literalmente sucias.

Apenas 5 kilómetros de mar se les hacen infinitos y plenos a los excelentes actores protagonistas del mundo que nunca llegó a dar todos los frutos prometidos por las riberas del Jordán, ahora extramuros. Palestina e Israel. Israel y Palestina. Dos nombres para una misma tierra y un mismo conjunto de pueblos hermanos cuyos falsos profetas se obstinan en separar financiados por los bloques mandamases del planeta. Caínes y Abeles redivivos que, observados desde fuera e incluso por dentro, son casi iguales, hijos y tataranietas sino de la misma madre, sí del mismo padre. El signo de las tierras pobres tanto como de las ricas. La marca de infiernos propios que no es general ni natural, aunque lo parezca. O si lo fuera, no es exclusivo, puesto que aun hay pozos de amor brindando consuelo, goce y esperanza a la tierra prometida que finaliza el Mediterráneo.

Si el mar muerto y el mar rojo tienen algún futuro será unidos. Expresada la profecía, hablemos de la película que representa el secular conflicto. Todos los personajes son testarudos en extremo, como corresponde al carácter de quienes a lo largo de los siglos han arañado estos vastos espacios de sal. Generación a generación se transmiten la obstinación, la ceguera que producen y esparcen las tierras calcinadas y aventadas del inhóspito Neguev.

A riesgo de spoiler, confesaré que uno de los muchos aciertos del film es simbolizar que la potencia de los supervivientes no tiene edad y es inimaginablemente apolínea. Quizás desbarre en el análisis, pero diría que el director de singular nombre, Tarzán, sugiere, cual haría el rey de los animales de la jungla, matrimoniar ambas partes. Coserlas. Acertada pues, la metáfora de encargárselo a la modista y su hija ayudante. Unir las ficticias corrientes marinas y territoriales que los separan. ¡Así sea!

Hercúlea tarea la suya, vista la fascinación contrapuesta que opone el ángel caído empeñado en llenar de misiles los cielos hebreos. Mas no desesperemos, puesto que verle bailar ensoñado al enamorado sesentón la canción de Julio Iglesias “que no se rompa la noche” es una visión prometeica de que no todo está perdido. Otra insospechada metáfora. Ya saben, el amor todo lo puede. Lo mismo arreglar que estropear. Tengamos fe. Y disfruten del verano en tierras no dañadas ni quemadas a ser posible. En los pinares de Soria, por ejemplo. Repetirán.