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RELATO “LA VASCOTA”

Libro “MANZANAS DE HIEL Y MIEL”.

Ficticio, por supuesto. Desgraciadamente.

¡Ah, los veinte años! Me sorprendió sentir que me atraía…

Faltó un tris… Ella estaba recién enamorada, y yo recién y temporalmente “extraviado” en narcóticos ilegales. Aún hoy, sigue gustándome.

 

LA VASCOTA

OTRA VEZ DESCARTANDO Y ELIGIENDO.

 Estar natural

¡Qué postura tan difícil de mantener!

-Oscar Wilde-

 

Discúlpeme. No le había reconocido.

He cambiado mucho  

-Oscar Wilde-

 Mi comprensión de las magias matemáticas fue tardía, a pesar de haber estudiado en una de las mejores escuelas públicas de formación profesional tecnológica de la época. Misterios de la mente, dignos del programa Cuarto Milenio. Me empanaba lo justo. Hallé mi límite en los límites y eso que el profesor de la asignatura, posiblemente, habrá sido de los mejores que he tenido nunca, dada su entrega y cercanía a la juventud, de la que el mismo estaba aún próximo. Con el tiempo, supe que era militante comunista. Dando clase, militaba también, en el doble sentido de hablar, a la mínima, de lo que socialmente no estaba bien y de esforzarse en que aprendiéramos. Buen tipo. Alcanzó una concejalía comunista.

Acabó en la Costa Brava de medio líder político espiritual -sin mariconadas- de toda una generación. Se separó de mujer y política municipal y optó por el bon vivant de socráticos y presocráticos. ¡Qué curioso!, reparo ahora en que los profesores de Mate han sido de los mejores La cabeza bien amueblada, supongo. La mayoría, claros… y singulares. En especial, aquel cordobés que, no sé si para no gastar o para dejar el vicio, fumaba y daba caladas durante las docencias, sin encender el cigarro.

Viene todo esto a cuento de que, en primero de carrera, me topé y choqué con la asignatura de estadística matemática. Entre que iba poco a clase, porque la compatibilizaba con el trabajo y que no estaría a lo que había que estar, tuve que recurrir a una señorita de ojos miopes y cabeza rápida, Begoña de nombre, muy aplicada en coger apuntes, que además me hacía ojitos, nunca mejor dicho, y los números los veía bien. Era quien me explicaba los intríngulis cuantitativos e incluso me ayudaba con chivatazos en los exámenes.  

De alguna manera tenía que corresponder. Lo hacía con lo cualitativo. No me atraía físicamente, pero… nos acostamos. Los hombres la traían, discretamente, de cabeza, siempre sin perder el estilo ni el savoir faire femenino. Era evidente que entendía ya de asuntos de alcoba. No complicábamos el asunto. Cuando se terciaba, estábamos. No recuerdo ni los detalles, más allá de que tenía rizos, como este narrador. La cosa derivó en que nos hicimos amigos y confidentes. Suele pasar cuando los asuntos de amor no dan para más.

El milagro cerebral numérico en mi cabeza se produjo en el segundo curso. Los profesores, buenísimos. Didácticos a más no poder. No sé sí porque éramos de letras y nos tenían como un desafío, esforzándose mucho, pero el caso es qué era casi imposible no entenderles. Eran enseñanzas muy prácticas adaptadas a la psicología, investigación de mercados, etc. Un vicio. Me apliqué y desperté. Llegué a entender hasta los porqués. Conseguía comprender la sencillez de las enormes fórmulas que incluían largas cadenas de sumatorios, integrales, funciones de distribución probabilidades… Un vicio adictivo, repito. Caí rendido a los pies estadísticos de por vida. Hasta me permitía simplificarlas y explicarlas bien a otros. Me sentí Einstein en pequeñito, exagerando un muchito.

La susodicha, formaba parte de un grupeto de tres semi-hippies con vestimenta de la época; una de las cuales muy seductora. Miriam. Morenita con trenzas y ropas sueltas.  

Parecía una india Cherokee. Tez cobriza, con los ojos verdados, pequeños y oscuros. A lo largo de mi vida, los he admirado de ese tono por la cantidad de luz tan sorprendente que desprenden cuando aman. ¿Una paradoja también estadística? Menudita. Grácil. Tan nerviosa como reposada… y muy caliente, como podría comprobar un año después.

Finalmente, estaba la que, con el tiempo, más querría y frecuentaría, Amaia. Me odiaba. De haber sido por ella, nunca habría entrado en ese círculo. Le resultaba lo que era y soy: pedante y cargante; un fantasma repulsivo. Era una vascota con la piel del mar llena de sal. Carnosota. Alta. El busto generoso que yo ni veía, aparte de que aquellas ropas caídas de los setenta en España los escondían. Ésta, más distinguida, las llevaba provenzales. Aparentemente, nada que destacar. Si acaso la boca de dientes resplandecientes y los labios de botox natural. Lo que es la juventud. No vemos más que los clichés. Hace falta llegar a los treinta para descubrir el bellezón reventón que son muchas imperceptibles hembras; más, siendo virginal toda ella. Es el consejo paterno:  

—A la mujer, como a los caballos, la salud se le ve en los dientes.

Altiva como la raza a la que pertenece. Indómita. Su mirada era un látigo con el que me azotaba. No es que yo la hiciera caso. Mis ojos iban detrás de la hija de las praderas de bisontes.

Pero llegó tercero y cuando lo cumplimentamos, las tres decidieron que Donosti se les quedaba corta. Escogieron especializarse en Madrid. Para entonces, ellas y nosotros, los “listos” de la clase -Jaime y el menda-, éramos poco menos que cuadrilla política. Con las señoritas instaladas allí, fue que cavilamos un plan de fin de año en la capital del reino.

El asunto empezó mal -o bien según se mire; por lo que explicaré- mostrando ya como iba a terminar la cosa. Cita en Sol a las diez de la noche de la nochevieja del 79. Tres, ellas tres y tres, nosotros. Mi hermano, conduce el flamante Simca 1200 nuevo del aita[1]. Pobre padre nuestro. Cada vez que nos dejaba el coche se lo fundíamos. Aranda de Duero, me dice que debo parar en la ciudad. En ese mismo momento, acaba de nacer la mujer con la que me enrollaré veintiocho años después. Ya lo contaré.  

Se estropea bien estropeado. En aquel tiempo, salvo el centro histórico, un polvoriento poblado de labriegos. Impotencia y desazón. Ningún garaje en mil kilómetros a la redonda; menos, aquel día final a las nueve de la noche. A duras penas, logramos llamar desde una cabina y posponer la cita. Mi allegado se queda allí. Incluso, tendrá que regresar solo a casa. Como buen hermano mayor, “el sufridor”. El auto requiere cinco días de arreglo. Le hemos quemado la junta de la culata. Nochevieja y Año nuevo a base de fonda y bocatas, como podemos. Mi hermano se vuelve porque trabaja mientras que los listos, el lunes, enfilamos pa Madrid. El coche lo recogeremos la semana siguiente.

Las tres Marías tienen un pisito minimalista y mugroso en Cuatro Caminos. La lavadora, aun siendo un artefacto mecánico es completamente manual. El tambor, hay que girarlo con manivela. Un invento único. Pero de las tres, falta una. En teoría, una de las mías. La rizos está en Londres con problemas. Hablamos por teléfono y se encuentra fatal. Le consuelo como puedo. En realidad, no vengo a por ella sino a por la Cherokee.  

Es la primera que nos recibe. El cambio que encuentro es brutal. Por la vida estresada y súper atareada que llevan está desmejoradísima. Ha perdido el brillo de la piel. Demacrada. Se nota que era la mano de su madre la que la llevaba pizpireta.   

Al mediodía, tardía, llega la vascota. Amaia. Reluce. Ésta, se vale por sí misma. Ya estamos otra vez igual. Teniendo que elegir y descartar. Mi sino.

Me he fijado y los ojos se le han hecho grandes al verme. Ha sacado al mundo la boca y me la ha ofrendado. ¡Buffaa!… Ya estoy, de nuevo, enamorado. ¿Encaprichado? Desde luego, con la picha, perdóneseme la vulgaridad, afectada.

La Cherokee, apartada, encaja el golpe con madurez. No hace ninguna escenita y tras comer, este tonto que soy, lleno de vergüenza, no se atreve a cortejar directamente a la arisca. Tontea con la ahora convertida por mí en simple comanche, que se deja hacer.  

Pero a la cigüeña negra de este apartamento le están saliendo alas blancas. Conversa con gracia y fundamento. Hemos traído licorcillo y canutillos. No fuma ni bebe. No me queda más remedio que dejársela en conversación a mi compañero de fatigas. Como años después me confesará, con nadie ha tenido más oportunidades que quienes le brindaba en bandeja yo.  

La comanche no está para chácharas. Me enseña la habitación. Y ya no salimos. En la siesta, medio fumados, el chasco es monumental. Hacemos el amor como quien va al supermercado. La siento sucia y sólo la juventud hará que la pueda culminar. No hay brillo en las pupilas. No tiene boca. Chorrea flujos que siento igualmente sucios. Mi miembro entra y sale sin sentir nada. Está ansiosa; si la dejo, me devora. ¿Madrid, qué has hecho con esta mujer? Yo, sueño ya con la otra.

La semana que me espera es de trajín. ¿Señor, nunca me dejarás descansar? Hacemos planes por aquí y por allá. Hablamos y calmamos a la londinense. Amaia y yo, bailamos silenciosos a hurtadillas, cómplices, nuestros primeros bailes en tres años. La veo cual es: grande y hermosa. Un cascabel que no necesita moverse para sonar. Una campana, cigüeña de su campanario.

No veo manera de hacerme un hueco. La india, con buenas maneras, vigila. No se lo cuento ni a mi amigo. Cosa rara. Creo que, porque no se lo creería, además de que no le gustaría. Lo he dicho, hasta en el amor y la guerra, soy un tonto caballero. Él venía a por Amaia.

Los días avanzan. Pero ni ellas ni nosotros, estudiante de postín, tenemos prisa. Aún son vacaciones. El domingo a la mañana, Guadarrama. Descubro la provincia y belleza de la Sierra de Madrid. Atravesamos La Maliciosa. Otro lugar perfecto que toca en mi hombro y me dice:

—Tú volverás. Llegará el día en que aquí amanecerás con tu cigüeña azul Darocense.  

El paraje, espectacular. Nos hacemos diapositivas. Todavía hoy las miro y descubro el pájaro de la juventud. Nunca he estado -salvo en Ayerbe con la hija del comandante- más esbelto. Ya soy un hombre. Veintitrés años. Me veo atractivo. El pelo dorado explica mi personalidad. Refleja el brillo del niño intenso que soy. Un piel roja; en mi caso, Sioux. Me falta algo de sol. No lo encontraré en treinta años, pero aun así siento la tierra roja de meseta que soy. A falta sólo de agua.

 Rojo soy, porque roja eres tú,

y las cuatro paredes de tu casa.

Torres al alba con búhos tuertos y desnudos;

petrificados, guardando judíos.

Majanos, solares y almenares.

Me quieres sin muchas palabras.

Sin aspavientos;

que no eres tierra de remolinos.

No estás manchada.

Fuiste, serás y eres tierra exportadora de pan y blanca lana.

Sola en medio del mar seco.

¿Cómo no acompañarte sí tu boca es Trastamara

y el ojo tienes celestial?

¿Cómo no acompañarte si hablas la primera lengua?

La de leguas de viento helado sobre los llanos.

Sin caballero que dé bocado y brocal a tu corcel

volviéndote yegua.

Goma de zapateros

lustra tu piel en verano,

de merinas y pan sagrado;

la curten cuando te desnudan de lanas,

y te quitan plumas y pelo.

Eres una liebre sentada al sol sobre la loma.

Deslomada de correr por la historia.

De ofrecer el oro de tu cuero.

Descansas encima de minas agotadas;

Judías, celtas, iberas y romanas.

Tierra de yesos; de huesos.

Polvo de viajeros

manantial de aires con peine.

Lagunera y guerrera.

Sin ríos.

Sin sombras;

De un sólo ojo,

del cielo esclavo.

Hija fiel.

No dejarás la casa de tu padre

sin antes darle nietos que la guarden.

Tierra tan grande

que los padres andan en ella,

con botas de siete leguas;

y los niños en babero y zapatillas,

como por casa; desnudos.

 

No les faltará un pozo o una pila;

ni cenizas de viejos pasos,

que el suelo ablanden y

conviertan en espigas.

¿A quién no le importará vivir en un solar tan bruno con paredes hechas de frío?

Mi América ilustrada,

prisionera de clavos centuriones.

De promesas incumplidas…

¡Dame a mí!, tu romero,

la mano de margarita campesina,

con callos y arados.

Como vos, no tengo prados;

sólo caza en la mano, tomillo,

botas, y la casa que conoces,

con enseña de condado[2].

Ahora sí que toca volver. Mujeres; siempre esperan al final. Cuando estás delante mismo del precipicio, a punto del traspiés y de desaparecer, entonces es cuando susurran, callan, gritan o te empujan. Según lo que sientan. En este caso, ¡No te vayas!  

Amanece; mejor dicho, ha amanecido hace más de dos horas. Nuestra última mañana en el centro del país con el hada de Blancanieves.

Amaia, aún envuelta en el camisón blanco, es la hija pequeña de Bernarda Alba, Ana Belén… Preparado el desayuno de todos al levantarnos. Se dirige a mí como al lorquiano Romano. Casi Susurra:

—Xalbador, te vas a ir, y no has visto mi habitación.  

¿Cabe proposición más elegante? Los días han evidenciado que la india y yo no multiplicaremos el pan. Posiblemente, ellas lo han hablado como yo lo hice, ayer noche, en la cama con Jaime.

—A mí no me quiere. —afirma.

Entro a su alcoba con ella delante, y es ¡tal cual!… Más, porque está, no sólo limpia, sino adornada y Amaia no es de ponerse arabescos. Aunque a mi memoria viene que ayer tarde se puso pendientes, pulsera y collar. Se resaltó la línea de los ojos.

Las sábanas y la colcha del mejor Corte Inglés. Nada que ver con los trapos de la salvaje. La fragancia es más suya que de colonias de estancia.  Me la está enseñando y se está enseñando. El pelo, negro, como su intención. Ya siento que siente. La miro y me mira con esa oscuridad clara que permite ver, orientarse y caminar hacia el destino. Me acerco a un palmo de su rostro:

—¿Paz? —le digo.

—Paz. —responde.

—¿Lo intentamos?

—Lo intentamos

Voy a besarla y orilla su cara

—Despacio —dice…

—Es que nos vamos a la tarde.

—Ya, pero…

Cojo su mano y descubro que la tiene de princesa. Los dedos largos y armoniosos. Las uñas cuidadas. El tacto fresco del norte. La acaricio. ¡Buff!…

—¿Qué hacemos, entonces?

Y me sorprende:

—Eres goloso. He comprado un licor dulce. Yo también soy golosa.

Esta vez la sonrisa beatífica es la mía. Le beso en la mejilla que se vuelve escarlata. Me cuesta olvidarme de sus labios. Hasta dos copitas tiene. En la mesilla, una manzana entre amarilla y verde. Brindamos:

—Por mi descubrimiento de América.

Se turba de nuevo.

—Por el indio civilizado.

¿Tan loco te parecía?

—Eres muy contradictorio. No logro entenderte.

—Pero ¿te gusto?

—Ocasionalmente… Me gustas tranquilo… Lo que pasa es que, nervioso, eres chocante y agobiante. Hiriente. No te soporto.

De sinceridad va igualmente sobrada.

—¡Por favor!… ¿Sabes que también te veo así a veces? Das cada corte. Ni aproximarse permites. Haces honor a tu segundo nombre. No quiero citarlo. No se vaya a despertar, ahora que hemos hecho las paces. Prefiero mil veces el de Amaia.

—No te metas con mi segundo nombre. Te lo mereces. Avasallas.  

Algo por dentro me dice que toca decidirse; arrancarse; aunque medidamente y con exquisitez. La hembra es tan digna como propia. Si la ofendo, no habrá segunda vez.

La tengo a treinta centímetros. El cosquilleo amenaza volverse tembleque.  El Machado más osado me llega de nuevo al vientre:

A la altura de tus senos,

la batea rebosante

llega en tus brazos morenos.

¡Oh, mujer,

dame también de beber!

Su pelo son los cien rugientes del cabo de Buena Esperanza esperando el valiente que lo cruce camino de las especias. Le escribiría estos versos:

No es 1896 [3];

El ballenero Belem

Se atreve con la épica;

la agonía de cruzar la Patagonia.

Vientos gélidos y huracanados gruñen a porfía.

Una mar de castillos sin mocha se ha levantado;

una descomunal rosa.

Promesas hay

en medio del vendaval

que traen un nuevo continente:

gracias de chocolate, mantecado

y muy comunes fresas.

 

Los labios me dicen:  

—¡Ábreme, sésamo!

Los ojos, la lumbre con la que ella misma, mirándome, calienta su tierra; de tan virgen, yerma. Levanto con miedo mis manos rudas de mal alfarero.  

—¡Qué pelo tienes!… ¡Qué cuello de cisne! ¿Ya ves lo hermosa que eres? Me he enamorado de ti esta semana.

—Xalba… ¡No digas tonterías!

—Las digo. Es así. Y mira que no estaba en mi agenda.

—¡Como tienes agenda! ¿Qué pasa con Miriam y Begoña?

—¿No te lo han dicho? Buen rollo, Amigos, nada más.

—Si tienes muchas amigas. Yo no soy de esas, Xalbador.

—Ya lo sé.

—Yo tampoco, aunque lo parezca.

—Lo parece, desde luego.

—Amaia, —le digo mientras me acerco y la abrazo. Está rígida como una estatua. Su cuello es un imán; el tazón de sopas de leche de la infancia materna. Se aparta.  

—Contigo es distinto. Me gusta cómo eres. Físicamente, me encantas.

—No empieces con tu palabrería.

Pero la confesión le ha levantado el camisón de doncella. Me miro en el espejo un momento y veo a Dulcinea y al Quijote.

—¡Mira que buena pareja hacemos!  

La vuelvo a coger.

—Tranquila. ¡Ven; pongámonos cómodos! Ya sabes que mi espalda está un poco “masschhacá” desde el curso de karate con el afanoso de mi hermano. Probemos a ver qué tal se nos da hablar en la horizontal

Sin darle tiempo a reaccionar, la pongo sentada en la cama. Me tumbo al lado. No callo. Clava la mirada. Está diciéndome:

—¡Como sigas te acuchillo!… ¡Sólo hablar!

—¡Por supuesto!

Le añado:  

—¿Qué culpa tengo yo de que este mundo esté alrevesado? Todo cuesta la hostia. Hasta beber y comer. No digamos, amar…

Redacto el nuevo Manifiesto Comunista y el Situacionista en cinco minutos. Tristán Tzara, Sartre, Beauvoir y demás. El tiempo señalará que es su punto sensible. Una idealista como yo. Sólo le falta la capa de Florence Nithingale. Resulta que es lo que, cerebralmente al menos, más le atrae de mí, aunque imagine que es el cuerpo y las maneras animales dulces de indio que, le han contado, poseo. Hace mucho que pedí a Begoña comentarle que me gustaría ser amigo suyo.

Mis palabras y el escaso tiempo que resta para la partida la ablandan. Se ha tumbado boca arriba. Permite sin aspavientos que mese su cabello mientras hablo o habla. Me digo -como siempre equivocado, porque el reloj femenino nunca es el masculino- ahora o nunca y, tras unos breves medio zarpazos con leves arañazos, consigo besarla.

No sabe si levantarse de salto o abofetearme. Se queda tiesa, pero algo ha cambiado. No se protege los labios a un centímetro de los míos. De tanto que se han agrandado podría meterme dentro. O lo mismo, dentro de la pupila de sus ojos desorbitados. Es la estampa misma de la sexualidad. La he visto varias veces en mi vida, hasta en los retratos de famosos fotógrafos con la modelo que acaban de poseer: una mujer en camisón blanco sentada de cuclillas en el tálamo, los pelos desenredados y la mirada fija en el depredador que las ha depredado.

Me acerco a un ritmo menor que el del caracol y le beso pausado, la muerdo sin daño. La carne es solomillo en riesgo de convertirse en aguja. Sabe a romero. Tengo una mujer que muchos siglos atrás llegó de África del Norte. Andalucía en la boca.  

Quieta, y cómo decidiendo qué hacer o no hacer, se deja acariciar dentro de unos límites.  

Está en completa horizontal. Le cubro con el primer edredón que conozco en mi vida. De todos los que en la habitación estamos, plantas, animales y cosas, cruje el almidón. Sé que esa mañana habrá poco más. Pero ríe y hablamos. Por primera vez, noto sus pechos grandes, redondos y abultados. Le pido permiso para tocarlos. Y lo deniega. Casi puedo verlos tras el algodón.

—¿Sólo besos?

—¡Sólo! ¡Y bastante es!

Le como la boca rabioso. Me desboco un tanto. La atraigo hacia mí. Los senos aplastados. Olorosos. Mis manos no saben qué hacer con el camisón. Sienten únicamente la carne rebosante. Se resiste.

—¡No, No, No!

—¡Sí, Sí, Sí!

Delirante y tirante, he roto un poco el tirante de su camisón y ha sido el esplendor. Pero estoy a punto de romper algo mucho más delicado que el algodón: la confianza en mí de su corazón. Se quiere ir. La estrecho. En el frenesí, la ato a mí. Arde su piel caliente y fría. Tengo el tiempo justo de ver nacer los claveles tempranos de sus pezones mirando inquietos alrededor.  

¡Calla, calla! le está diciendo mi boca remordida con la suya, llena de remordimientos

¡Por favor, Xalba!

¡Vale, vale!

¡Como sigas, te mato!

Se levanta y está escarlata y nata desde la frente. La Gracia que Rubens no pintó porque se escondió. Tintinean mis dos retinas. Era de noche y se ha hecho el día. Sentada en el borde, de espalda, los pechos, bollos de pan de libra y media, le caen firmes a peso. Los yergue para ponerse un sostén. Se pone de pie y, orgullosa de cómo se ve, se quita valiente el camisón.  

Los muslos de agua y harina le encajan generosos en el glúteo y las caderas. Se viste en un santiamén. Me lanza sus ojazos de dardo sin intención de daño. Entre juiciosos y temblorosos. Coge con la boca una pinza del pelo, voltea femenina la cabeza y se lo sujeta. Entonces y sólo entonces, hace un leve mohín de qué se yo…  Salimos de la habitación

¡Dios mío!, ¿Por qué no tengo su paciencia? ¿Por qué sufro sólo yo esta pasión?  Hacen que me sienta un violador. Robador, de un puñado de miel, ¡En la Alcarria! De una manzana, en Asturias. Cerezas en la niñez…

El tren está a punto de partir. Debe recoger un coche en Aranda. Llegamos al andén y todavía está azorada. No ha dicho una palabra en todo el trayecto. Yo, descompuesto.

¡Xalba! me grita, según partimos. En el último instante. Y me da la mano con los restos del camisón:

¡Bruto!

¡Pa` matarla!

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Escribo y me guardo cómo ha sido nuestra evolución. El sorpresón del año se lo daré cuando sea mayor.

“Sin darme cuenta, empecé “a verte”. Vi la piel de talco que tenías, día a día, irse al melocotón. Blanda y tirando a aceituna en cuanto le rozaba el sol. Un gusto que toqué en sueños por primera vez. Sabio, Orangu. Tus ojos ríen sólo con que miren. Grandes y transparentes. Un punto de inteligentes maliciosos; unos cómplices enfrentados a los míos. Sabios e irónicos. Las mejillas rosadas. Los labios rosados, sobresalientes, gorditos, carnosos. Empecé con el sentimiento extraño de que a veces te amo y me amas. Y era verdad”.

Enigma que me guardas.

Piel blanca, blanca…

que un poquito carneas y otro soleas.

Me gustas.

Eres la brisa y la risa.

El alma, grandota

del molino de viento.

No me resisto a envejecer sin completarte.

Tú y yo: los dos viejos.

No te quiero ahora, sin arrugas.

Con tus brillos de cabellos y vestidos.

No ahora; ahora que la luna conoce lo nuestro.

Culebra,

¿Qué te haces que no me besas más?

Piel soleada; llanura

Ojos relámpagos.

¿Qué haces, culebra, que embelesas?

Demonio, Ángel…

¿Qué te haces que vas tan lejos?

Amo los dibujos de tu boca;

los hoyuelos de tus mejillas,

el pequeño lio de los dientes.

Culebra,

no te vengas que es pecado;

que no es humano que yo te quiera

y tu ¿?

Tus labios morderlos… sangrarlos…

¡Culebra!

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Ando estos días alterado. Han pasado doce lunas; alguna, blue moon[4]. La sangre caliente y enfadado. Hastiado de mi compañera. Inquieto aún tras mi mundo. Un problemón, vaya. El caso es que tengo que recurrir a tretas y mentiras para quedarme solo o escaparme por ahí a buscarlo; con compañía, o a por ella.  

Pienso estos días que Amaia es ese mundo deseado y guardado. Por eso, llamé ayer a esta ex colega de clase que tiene en el cuerpo el sexo desparramao y, durante mucho tiempo, por mi desperdiciado. Lo tiene en cada célula.  

Creo que no lo sabe. Es un gusto tocarlo.  Lo he contado en mi diario: 23 años o menos. Los sexos muy blandos. Las manos más perfectas que he visto jamás. Frías. Gustosas, Los morros grandes, exagerados; esperando. Todo carne. Unas ventosas al besar. En sus comisuras, la simpatía natural. Persigo su carne desde tercero de carrera. La tuve a medias durante unos días el año pasado en Madrid. Luego, el tiempo y la distancia y mi manera oscilante de ser “semana de tenis, semana de tenis…” la hizo de nuevo esquiva y fría para mi amor. La aparqué.  

Me llamaba fantasma, con enfado y descaro, porque no creía en las barbaridades amorosas que le decía y porque tanto canuto me tenía convertido en una sombra de mí mismo y se daba cuenta. Hoy, me lo vuelve a decir y me enfría.  

Ayer reiteró que no le gusta cómo me muevo, cómo hablo y mis gestos… Que eso la paraliza y que la avasallo con la forma de entrar. Tras un año sin vernos, le llamé por teléfono y le confesé que aún me flipo por ella. Con razón, recela:

—¿Sabes qué mes es…? ¿O tu calendario va por años, en vez de por días?

—Por lunas, preciosa. Vámonos el fin de semana por ahí… Llévate el camisón que te regalé.

—¡No! ¡Sí! ¡No! Hoy no me apetece.

—¿Vendrás a tomar café?

—¡Sí!

—¡Pero, bueno! ¿Vas a decirme alguna vez sí te gusto; o no?

—¿Y para qué, tontito? A veces me resultabas precioso. Son tus gestos los que no encajo. Tu comportamiento. Tus movimientos… No los puedo situar. Me confunden… Vienes un año después…

—Sigo queriéndote. Te amo… ¡Casémonos!

—Es que me espera un chico mañana en Madrid y sólo me apetece con él. ¡Me muero por verlo!

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Rememoro los versos de un romance de este libro:

En la mesa queda membrillo. —dice ella.

¡Dame brillo y quédame! —escucha él;

las palabras más bonitas.

 

No niego que me agrades,

que me tienten tus trovadas de monte nuevo.

Pero tengo casa, árboles y huerto;

mano de bienvenida te doy;

ánimo y fuerza al valor de tu empeño.

No la tuerzas…

¡Desenrédate!

—Sólo conozco tierra firme.

-¡Ya! Y me envidias.

Te envidiaría si no llevaras cadena. No Tengo sed. Envidio tu sal.

¿Dónde la yegua que te doma, Caballero?

No hay tal.

-No te creo. ¿Ausente ella o ausente tú?

Los dos. Parte a parte. Y no preguntes. ¿Qué hay de la sal de tu traje?

No es todo sal. Es brea. Y ensucia.

-¡Se podrá limpiar!

¿Con tus cascos?  ¡No es cabal! Lo estropearías.

Hola, otra vez, Machado:

Demos tiempo al tiempo.

Para que el vaso rebose,

hay que llenarlo primero.

[1] Padre en vasco.

[2] Poema maternal.

[3] Visualización alegórica de tiempos pasados cuando aún eran posibles gestas como la del ballenero Belem. Se simboliza una mezcla entre esperanza y desesperanza.

[4] La segunda de las dos lunas cuando se dan en un mes. Sucede una vez cada tres años. En inglés, se le llama “Belewe” -La Traidora-, por su fonética parecida.